INACCIÓN,
TRANSFORMACIÓN, BILOCACIÓN
Si en Descripción
de una lucha nos encontramos con un proto-Kafka que en su texto indaga en
las formas de expresión narrativa para, mediante le fórmula de ensayo-error,
descartar todo aquello que no funciona —y por eso debe entenderse como un
ejercicio de estilo y de ahí su desestructuración—, en Preparativos de boda
en el campo, otro proto-texto, el Kafka que se nos muestra es bien
diferente. Sin abandonar el estilo de texto de taller, aquí estamos ante
un autor mucho más complejo en la narración, atento de forma sistemática, casi
maniática, al menor detalle, que nos relata con una precisión microscópica.
Esta
forma de inmersión del protagonista, Eduard Raban, en una corriente de sucesos
que presencia como un autómata, y ante los que se comporta con una capacidad de
inacción exasperante, ha sido analizada por los estudiosos como una manera de
narrar al estilo de Dostoievski, y mucho más en concreto, aún, de Flaubert.
Quizás se deba a la influencia de este último escritor sobre Kafka que Preparativos
de boda en el campo sea un trabajo mucho más maduro que Descripción de
una lucha, aunque haya sido escrito unos pocos años después (tan sólo unos
pocos porque, al parecer, las peripecias de Eduard Raban se pergeñaron entre
1908 o 1909, mientras que Descripción de una lucha lo fue entre 1904 y 1907
y, curiosamente, los dos fragmentos habían nacido con intención de ser sendas
novelas que finalmente fueron abandonadas). El Kafka de Preparativos de boda
en el campo es un autor mucho más preciso y directo en sus intenciones
literarias, sin duda espoleado por las lecturas de Flaubert.
Pero
no solo Flaubert: Kleist, Grillparzer (al que Kafka adoraba), Dickens, Walser,
Huysmans y Dostoievski, conformaron el estilo del praguense. Sin embargo, el
rastro del autor francés parece aquí mucho mayor que el del resto. La
educación sentimental de Flaubert se adivina en el fondo de este texto.
Además, a Kafka le habían impresionado La tentación de San Antonio y Bouvard
y Pécuchet, suficiente material, por tanto, que verter en su escritura. Pero,
¿cómo es Preparativos de boda en el campo?, ¿qué nos presenta?, ¿qué
pretende decirnos Kafka con un texto que ya apunta los grandes ejes temáticos
de su narrativa posterior?
Indudablemente,
la sensación que obtenemos de Eduard Raban (un nombre con ciertas
reminiscencias francesas, flauberianas) es la de un personaje desarraigado.
Nótese que lo adjetivo como desarraigado, en ningún caso como
incomunicado o aplastado, anulado por la sociedad y el mundo que lo rodea,
circunstancia que me sería muy sencilla si con mi estudio me ciñera a esos
jirones de una interpretación biográfica que lo identificara con el autor. En
efecto, Eduard Raban es un ser desarraigado, en la tradición de una parte de
los protagonistas de la literatura en lengua alemana (remontémonos a Werther),
y que se hace extensible a la de otros autores de este mismo periodo. Hombres
desplazados por el vértigo del mundo que los rodea, además de este Eduard Raban
de 1907, por ejemplo: el atribulado estudiante Törless de Robert Musil (1906);
el Hans Giebenrath de Bajo las ruedas (1906)
de Hermann Hesse; y si lo hacemos extensivo a otras literaturas, José Fernandez
de Sotomayor y Andrade, el protagonista de la novela De sobremesa, del colombiano José Asunción Silva, escrita antes de
1896 —aunque publicada póstumamente allá por 1925—.
Eduard
Raban deambula por la narración, como desconectado del mundo que lo rodea y que
presencia con la misma frialdad y automatismo con la que, años después, se
conducirán Mersault en El extranjero,
Bloch en El miedo del portero al penalti o
el Jacques Austerlitz de Austerlitz.
El origen de ese automatismo, de ese dolor de los sentimientos, de ese daño que
les inflige todo lo que les rodea hasta llevarlos a una incomunicación en mayor
o menor grado, viene por encontrarse en situaciones de ruptura. Ya sean los
personajes antes citados, o los mencionados Törless, Giebenrath y José Fernandez,
colocados ante un umbral que separa lo viejo de los nuevo, un orden futuro de
un orden caduco, o por el mero cambio de una situación conocida a otra
desconocida —y por ende, aterradora—, todo ello, les provoca una
incomunicación, una incapacidad de relacionarse con lo nuevo, y por tanto, la
inacción.
La
quiebra de un sistema producto de una guerra, el paso de la infancia a la
adolescencia y, de esta, al mundo adulto, un cambio de siglo que avecina nuevos
tiempos incomprensibles, o la perspectiva de una boda —y aquí retomamos a
nuestro kafkiano Eduard Raban—, paralizan de pavor a los actantes de las
narraciones. En el caso de Preparativos de boda en el campo nos encontramos con unas características
muy notables que hacen de este pasaje algo más que un mero taller de escritura
al estilo de la deslavazada y poliédrica, Descripción de una lucha.
La inacción hamletiana de
Eduard Raban: al igual que el personaje de la obra de Shakespeare, que aguarda
y aguarda su momento de actuación dilatándola acto tras acto, Raban, como el
Príncipe de Dinamarca, se paraliza y duda ante una serie de decisiones
inmediatas que debe tomar, y que desembocan, todas ellas, en un viaje al campo
en donde lo aguarda su prometida Betty. Evidentemente, la acción más inmediata
será la de tomar el tren en la estación, una acción que intenta diluir en el
tiempo con una batalla contra el reloj que adquiere tintes hitchcockianos. Es
una suerte de cuenta atrás-bomba, como si el horario de partida de ese
ferrocarril fuera el instante en el que se detonará la vida de Raban, cubierta
para siempre por los escombros de la boda que saldrá a su encuentro.
Ya desde el inicio de la narración,
Eduard se nos presenta paralizado. En pie como un pasmarote con la maleta al
lado, que deposita en el suelo, y oculto de la fina lluvia en un portal (que no
parece tan terrible como para dejarlo inmóvil, a tenor de la actividad que
presencia en la calle). Su mirada es como una cámara de cine, como un gran
microscopio realista que describe hasta el menor detalle de lo que ocurre,
hasta el punto de hacerse esta visión tan enorme como un muro insalvable. Solo
un motor recurrente, el reloj —la angustia de llegar tarde a la estación—, será
capaz de movilizarlo, no sin que antes, amparado en un cansancio ancestral, se
plantee al posibilidad de esquivar esos “catorce días” que le aguardan en el
campo quedándose refugiado en esa desmesurada ciudad que parece cerrarle el
paso. Imposible, el reloj es implacable, debe acudir a su cita. Entonces,
aparece el recurso que agudiza la incomunicación y el desarraigo del
protagonista, que lo convierte en una especie de zombi sentimental.
El döppelganger insectívoro:
el doble fantasmal, tan típico de la narrativa germana, será la solución que
Eduard Raban encuentre para dirigirse y arrostrar su destino. En primer lugar,
el protagonista se plantea la distinción entre “uno” y “Yo”, en una reflexión
que parece más el delirio de un hipocondríaco, dado que presupone una serie de
desgracias aparejadas al viaje, incluso que caerá enfermo, como razones de peso
para abandonar el proyecto. Pero, sin embargo, unos párrafos después, esa
distinción entre “uno” y Yo”, adquiere toda la importancia a pesar de que había
sido, aparentemente, formulada con desgana y pronto abandonada ante los males
que Raban se imaginaba derivados de la vida en el campo.
Y he aquí lo más asombroso del
fragmento Preparativos de boda en el campo. El “Yo” de Raban, se propone
enviar en su lugar al “uno” de Raban; se ha disociado, como si de un gemelo, un
Döppelganger vacío de vida y sentimientos se tratase, en una biloación
sorprendente. Mucho más sorprendente todavía, cuando afirma que el “Yo”-Raban
se quedará en la ciudad, en su casa y en su cuarto, “acostado en la cama” y
adoptando la forma de un abejorro, tal vez la de un ciervo volante o de…, en
efecto, ¡un escarabajo! Así que, mientras envía un “cuerpo vestido” al encuentro
de su novia, ese “uno” que acometerá las tareas desprovisto de emoción hasta el
punto de que cualquier suceso, un traspié, o una vacilación, no serán producto
del miedo, sino de su “futilidad”, a la par, Eduard Raban, cobijado bajo las
mantas de su cama, adoptará la forma de un escarabajo mientras su gemelo, enfrascado
en la bilocación, actúe en su lugar.
Convertido en esa forma “de gran
escarabajo”, con las patas apretadas contra su vientre abombado, formulará unas
cuantas instrucciones a ese cuerpo duplicado que aguarda al pie de la cama una
orden para ponerse en movimiento. Esto es el colmo de la inacción hamletina,
y la sublimación de la bilocación.
Sin embargo, el destino, la
predestinación del protagonista que se abalanza sobre su destino indeseado,
resultará mayor que su voluntad. Ningún pretexto será válido para diferir su
encuentro con el tren que lo llevará hasta el campo (incluso sueña con la posibilidad
de equivocarse de tren, algo que no ocurrirá). La realidad opresora le sale al paso y la contempla como alucinado, detenida su mirada en detalles
insignificantes mientras la que parece la cáscara de Raban se dirige al campo.
¿Realmente no se ha quedado el escarabajo en la cama de su cuarto?
Evidentemente, no. Y en cuanto Raban
llega al campo, una serie de nimios detalles se le revelan como enormes
humillaciones derivadas de su condición, allí, de forastero. Significativo es
el detalle de que nadie lo aguarda en la estación. Parece que si se va a casar,
el interés por su presencia a tiempo para la boda debería ser algo mayor. Sin
embargo, toda una serie de problemas menores, que Raban interpreta y codifica
como descomunales contratiempos, salen a su paso, como el mero hecho de tener
que tomar el ómnibus.
Raban, zombie, doble fantasmal,
insecto, trinidad kafkiana desprovista de voluntad, ha alcanzado por fin su destino.
Un destino en el que no importará a nadie y, lo que resultará aún más
desolador, se harán reales todos y cada uno de sus miedos como si esculpidos en mármol.
Ahora no le queda otra opción a
Raban que abalanzarse en brazos de Betty, su novia: en brazos de toda la
magnitud de su desgracia.